24 horas en Quito (De pelear con un indígena a conocer a Rafael Correa)

Prometo que esto va a ser breve. Si leyeron el primer post de mi nuevo blog, sabrán que no ando con huevadas cuando se trata de contar cosas. Algunas historias merecen ser contadas al detalle, ser hiladas con tanta delicadez que el tiempo se sale del tiempo. Otras historias refieren menos detalles porque el éxtasis que las embriagó deja en nuestro cuerpo algunas chispas, ciertos destellos, que de tan pocos que son se convierten en altamente significativos y no necesitan más.

Todo empieza en Baños de Agua Santa, Ecuador. Luego de pasar tres días en una de los pueblos más increíbles que he conocido (próximamente compartiré con ustedes el porqué), decidimos partir hacia la capital ecuatoriana, Quito. Ya habíamos conseguido alguien que nos hospedaría en la segunda ciudad más poblada del país, detrás de Guayaquil, y debo admitir que estaba triste de dejar la paz para lo que pensaba que sería un infierno. Quizás no tanto por las bondades que nos ofrecería la ciudad, sino por el prejuicio de pensar que las ciudades grandes son agotadoras, bulliciosas. Quito no sería la excepción.

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Nuestra pequeño lugar en Baños.

Nos paramos en la Ruta 30, vía que conecta Baños con Ambato, la primer gran ciudad que cruzaríamos ese día en nuestro recorrido a Quito. Hablo en plural porque viajaba con mi compañera de aventuras, Cecilia. Si bien el colectivo hasta Quito era accesible (8 dólares cada uno), decidimos hacer dedo, no tanto por ahorrar unos pesos sino por la experiencia de conocer gente local con la que pudiéramos compartir alguna charla. Ya lo habíamos probado desde Cuenca a Riobamba en un camino de 250 kilómetros y había funcionado a la perfección.

Nuestro cartel era perfectamente legible desde unos 10 metros (yo mismo realicé la prueba):

“Ambato – Latacunga – Quito”

“¿Nos llevas? :)”

Directo al corazón.

Eran la 1 de la tarde y el sol se hacía sentir, aunque por lo que vivimos los días anteriores, en cualquier momento podía venir un huracán. Estuvimos unos veinte minutos esperando, con nuestras mochilas perfectamente acomodadas para tapar todo lo que cargamos, hasta que frenó una camioneta Mitsubishi 4×4. Eran dos señores, uno ingeniero, el otro su ayudante. Venían de encargarse de unos proyectos en Puyo, ciudad que marca el inicio de la amazonia ecuatoriana. Se ofrecieron llevarnos hasta Ambato. Con eso era más que suficiente. Nos ofrecieron unas naranjas para comer en el camino y hablamos de lo básico. El camino no fue ninguna sorpresa. En los días previos a nuestra retirada, habíamos estado en el Mercado Central de Ambato, por lo que ya conocíamos las bondades del camino. Rutas serpenteantes entre montañas verdes, con una vegetación tan exuberante, que parecen tomar vida. Ya en la Ruta 30, llegando al pequeño pueblo de Palileo, se puede apreciar sobre el fondo el volcán Tungurahua, guardián de Baños. Por esas cosas que tiene la vida, no se dejó ver en ningún momento de nuestra estadía en la zona, así que nos despedimos de la región un poco tristes. Igual les dejo una foto. Robada.

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Baños. Al fondo, el hijo de puta que no se hizo ver.

Luego de unos kilómetros, el conductor nos dejó en la Ruta 3S, que linkea Ambato con Latacunga, la segunda ciudad en importancia en la provincia. Nos despidieron casi como padres, obligándonos a que nos cuidáramos mucho en Quito. Noté una reticencia en los lugareños hacia Quito. Quizás la vieja y famosa cuestión ciudad-pueblo. Cada vez que hablamos con algún “serrano” respecto a nuestro plan de ir a Quito, abrían sus ojos sorprendidos para luego fruncir el ceño y disparar esas palabras que, cuando estás viajando, estás tan acostumbrado a escuchar: “Tengan mucho cuidado”. Siempre el próximo lugar a visitar es un peligro.

Luego de esperar, exactamente cuatro minutos y medio, llegó nuestro siguiente transporte. Un tipo del que no recuerdo su cara, ya que frenó su pequeña camioneta luego de pasarnos por el lado, y con la mano saliendo por la ventanilla nos indicó que nos ubicáramos en la casilla de la camioneta. Felices de la vida. Hay algunas veces en el viaje en dónde lo que necesitas se presenta ante vos como por arte de magia. Nada más hermoso que empezar a transitar un nuevo recorrido con el viento pegándote en la cara. Era nuestra primera vez en esa ruta, como poner Marco Polo en los truquitos del Age of Empires, para que el mundo se empiece a abrir de nuevo ante tus ojos.

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Cecilia. ¿Feliz de la vida? Algunas veces la felicidad es la parte trasera de una camioneta.

El camino hacia Latacunga fue por demás tranquilo. Hacer dedo en la ruta tiene todos los ingredientes. Es una de las mejores maneras de entender lo sorprendente que es la vida, porque al final no es nada más que un extraño eligiendo confiar en vos. En nuestro camino ha habido muchos (también se merecen un post aparte), con los que hemos compartido largas charlas, pero algunas veces solo necesitas estar tirado en la parte trasera de una camioneta, disfrutando del recorrido. Las preguntas de rigor se tornan agobiantes, más si tenes que contarles toda tu vida a varios extraños al día. ¿De dónde vienen? ¿Hacia dónde van? ¿Qué hacían en Argentina? ¿Están casados? ¿Tienen hijos? ¿Por qué salieron de viaje? ¿No les da miedo? Insisto, tiene su magia, más cuando conoces historias tan locas. Como el tipo que acababa de ser padre, no había dormido en toda la noche y por eso nos había levantado; para no dormirse. O de la vez que nos levantó una ambulancia. Pero no importa, me estoy yendo por las ramas.

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Así recuerdo el rostro del chófer.

Lo que importa es que la ruta nos llevó a cruzar por pequeños poblados, en una autopista made in Rafael Correa, con un río que nos acompañó los primeros kilómetros para luego desaparecer. Ya en el kilómetro 35, entramos a Salcedo, pueblo a 16 km al sur de Latacunga. Al principio nos asustamos, ya que no teníamos idea de la existencia de ese pueblo. Luego nos tranquilizamos cuando vimos carteles señalando la proximidad con nuestro destino. Al llegar a Latacunga, pudimos finalmente verle el rostro a nuestro humilde chofer, agradeciéndole por la aventura.

Le preguntamos cómo regresar a la autopista para encaminarnos hacia Quito, ya que nos había dejado en el centro de la ciudad. Nos indicó que tomáramos un colectivo hacia Pujili y que nos bajáramos en la intersección que conecta a la autopista que va a Quito. Pujili es un pequeño poblado a las afueras de Latacunga; la cuestión era que veníamos en buena racha en nuestro día viajero, consiguiendo vehículos en minutos y no lo queríamos tirar por la borda pagando un colectivo que nos llevara de regreso a la autopista. Así que, de tercos nos quedamos, a sabiendas de que era una pésima idea, haciendo dedo en el centro de la ciudad para que alguien nos llevara a Quito. No fucking way!

Si hay algo que no funcionará nunca en la vida es hacer dedo en el centro de una ciudad, detalle que aprendí de Juan Villarino en este post.

Luego de unos minutos atacó el amigo hambre así que fui a una tienda de abarrotes (los famosos kioskos) a comprar algo para comer. En la tevé, el señor estaba embobado con el partido Barcelona-Atletico de Madrid, por los cuartos de final de la Champions League. Le pregunté que tenía para comer y al toque me saltó la ficha de que era argentino. “Eh argentino, ¿qué pasa con Messi?”. Me causó risa la situación, más teniendo en cuenta de que el que estaba mirando el partido era él. Fue un pequeño momento de conexión con la realidad. Llevé unas empanadas ecuatorianas, que no tienen nada que ver con las empanadas argentinas; quizás primas lejanas de las tortas fritas. Sólo la masa, sin carne, sin papas, sin cebollas ni pasas de uva. Nada. El relleno: tan sólo una triste y antipática línea de queso. Si eso es una empanada, no quiero imaginar lo que sería una torta frita ecuatoriana. Bueno, siempre yéndome de tema.

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¿Por qué esas nubes tapando los volcanes? Why god why?

Lo importante es que luego de hacer el ridículo por un rato en el centro de Latacunga, decidimos que era hora de gastar la módica suma de dos dólares para ir hasta Pujili. Caminamos hasta la parada, preguntándole a la gente cuál era el colectivo que teníamos que abordar. Casi al mismo tiempo, una mujer morocha colgando sobre la puerta de un colectivo gritaba “Pujili” con una euforia que se le salían los ojos. Bajó rápidamente, con el colectivo en movimiento, para ayudarnos a dejar nuestros instrumentos en la bodega. Subimos al colectivo y le pedimos que nos dejara en la intersección. Luego de cinco minutos, nos bajamos en un puente para caminar unos metros y estar nuevamente en la ruta 3S.

¿Les dije que veníamos de buena racha y que no queríamos cagarla? Bueno, algo hubo en ese colectivo. Algunas veces el universo es tan hijo de puta. 

Ya eran las cuatro de la tarde y sabíamos que teníamos poco tiempo. Nuestro amigo que nos esperaba en Quito salía de su trabajo a las 6 y se había comprometido a esperarnos una hora hasta que llegásemos. Si no llegábamos, debíamos avisarle por teléfono para pedirle la dirección de su casa. A todas luces, era evidente que preferíamos llegar a su trabajo para ir juntos a su casa. Entendíamos que la segunda opción era mucho más arriesgada, ya que iba a ser de noche y no teníamos internet para hablarle por Whatsapp.  

De todos modos, caminamos unos metros sobre la ruta para encontrar un buen lugar para posicionarnos. A los pocos metros, vimos una camioneta frenada sobre la banquina. Yo lo pensé: “Está es la nuestra”. Pero hubo algo que me hizo seguir de largo. Pensaba que, conociendo la hospitalidad que caracteriza a los ecuatorianos, ellos se ofrecerían a llevarnos. En la camioneta alcancé a ver al conductor dentro de la cabina y a dos personas fuera: un señor mayor junto a su señora. Ninguno de los tres me dirigió palabra, aunque nos saludamos amistosamente con ademanes. Eran indígenas, aparentemente nativos de la zona. Cecilia venía caminando unos metros detrás de mí. Luego de unos pasos, Cecilia me grita: “¡Vení que nos llevan!”. Bingo. No era conmigo la cosa, pero los rulos al viento de Ceci hicieron su trabajo.

Volví sobre mis pasos, saludé al señor, que era el único que quedaba afuera de la camioneta. Le pregunté a qué zona de Quito iban, si nos dejaban cerca del centro histórico. Me dijo que no, que iban a otra zona de la ciudad, pero que desde ahí podíamos tomar un colectivo por 5 dólares que nos dejaría en el centro. Después de decirme eso, se quedó mirándome. Yo tardé unos segundos en asentir, porque me quedé pensando en lo caro que sería tomar un transporte en la ciudad. Si desde Baños a Quito costaba 8 dólares, había algo raro en tomar un colectivo dentro de la ciudad por 5 dólares. Luego de una fracción de segundo más, asentí con la cabeza sin saber en lo que nos habíamos metido.

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Cabellos al aire, nubes amenazantes de dofon.

Tiramos nuestras cosas en la parte trasera de la camioneta y nos tiramos arriba de ellas. La camioneta era una 4×4, pero con cabina techada. Siempre digo que todo sucede por algo, y en este caso no sería la excepción. A los diez minutos de partir rumbo a Quito, nos sorprendió una fuerte tormenta, que de no ser por el techo nos habría cagado el día. La temperatura bajó mucho, así que nos abrigamos. Estábamos muy cerca de Quito y el increíble Cotopaxi, nuestro segundo volcán favorito de Ecuador, se mostraba con todo su esplendor, acompañándonos en nuestro viaje.

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¿Se ve el Cotopaxi o qué?

La lluvia parecía interminable. La camioneta corriendo sobre el asfalto mojado hacía que las gotas nos salpicaran. En el transcurso de unos minutos y con la baja de la temperatura, ya no sentía las manos. Le agradecimos al universo por el techo que nos había regalado.

Luego de más de una hora de viaje llegamos a la zona sur de Quito. En un momento, la camioneta frenó, insinuándonos que habíamos llegado a destino. Nos bajamos en lo que parecía ser una improvisada parada de colectivos, ya que había algunas personas paradas sobre un pequeño techo recaído. Empezamos a bajar nuestras cosas bajo la atenta mirada del señor. Le agradecimos por el favor, le deseamos éxito en su camino. La respuesta fue la incógnita revelada de mi duda previa: “Pague su pasaje. 5 dólares cada uno”.

Mezcla de sentimientos. ¿Acaso este tipo no entiende lo que significa hacer dedo? ¿Se está haciendo el boludo o nos agarra de “gringos”? ¿En algún momento pensó que le íbamos a pagar? Ahí fue cuando mi mente volvió al momento en que el señor nos decía que del lugar dónde nos dejaría podíamos tomar un transporte por 5 dólares. En realidad, lo que nos estaba intentando decir era que nos cobraba 5 dólares.

Como nosotros no teníamos la culpa por el malentendido, le dijimos que no íbamos a pagarle, que no teníamos dinero, que viajábamos haciendo dedo justamente para no pagar transporte. El señor se puso insistente. “Paguen, paguen, paguen”. Ante nuestra negativa, me pidió que le diera algo que llevara en mi mochila. No había forma. Ante el temor de que la cosa se pusiera más heavy, Ceci siguió bajando nuestras mochilas de la camioneta, como si nada estuviera pasando, pero atenta a que se podía pudrir todo. A los segundos, se bajó la señora a preguntar qué estaba pasando. El hombre le dijo que no queríamos pagar. La señora se transformó. Empezó a gritarnos que pagáramos. Cada grito de ella era un grito aún más fuerte de nosotros. No, no y no. No vamos a pagar. No fue el acuerdo. Nunca lo fue. En mi mente, pensaba en quizás tirarles unos dólares para que nos dejaran tranquilos porque la gente que estaba en la parada comenzaba a mirar con más atención la situación y lamentablemente, jugábamos de visitantes. Pero por otro lado, me frustraba tener que pagar, ya que desde Latacunga a Quito el pasaje costaba tan sólo 2 dólares. Y estos nos querían cobrar 5 a cada uno. Ni en pedo. Gracias al universo, de nuevo, y luego de unos minutos calurosos, decidieron irse, sin antes insultarnos en su idioma, inentendible para nosotros. Nos paramos en la misma parada con el techo caído a fumar un cigarrillo, a sacar un poco de tensión.

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A los diez minutos ya estábamos en otra. C’est la vie. 

Todo esto había sucedido en un lapso de 6 horas. Llegábamos a Quito con el sabor amargo, de haber llegado a destino gracias a la hospitalidad ecuatoriana que se nos volvió en contra gracias a la misma hospitalidad ecuatoriana. Fumando el cigarrillo, nerviosos, entendimos que las grandes ciudades tienen esa furia contenida, en el que todo está bien hasta que todo está mal. Puede ser una cuestión de segundos, a veces de minutos; en otras ocasiones necesitas un par de horas para que las cosas tomen un rumbo inesperado.

Porque si hay algo que no sabíamos, que estaba totalmente fuera de nuestra imaginación, era que tan solo 18 horas después, en esa misma ciudad convulsionada, conoceríamos en persona al mismo que mandó a construir la autopista con nombre de corazón que recorrimos por horas: el presidente de Ecuador, Rafael Correa.

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Atentos a la 2° parte de 24 horas en Quito. Correa vs Zombies. 

 

5 comentarios en “24 horas en Quito (De pelear con un indígena a conocer a Rafael Correa)

  1. Vivimos en un mundo dual, donde conviven el bien y el mal. Debemos estar preparados para enfrentar cualquier situación que se nos presente. Seguramente esa desafortunada experiencia les habrá dejado su enseñanza. Besos. Norma.

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