Sin suicidios, no hay paraíso.

Suena el reloj a las cuatro y media de la mañana. Lo escucho, me doy vuelta e intento conciliar el sueño. A los cinco minutos, sigo dando vueltas en la cama mientras el despertador sigue sonando. José estira la mano y la pantalla del teléfono se enciende. Lo observo de reojo. Cinco minutos más. Quizás para él sean una eternidad.

Afuera las primeras luces del amanecer, ruidos de caños de escape de alguna moto perdida, voces de gente que camina por la villa. Son las cinco de la mañana y José se levanta de la cama, camina hacia el baño, se encierra unos minutos. Al rato, lo veo partir. Me levanto de mi bolsa de dormir en el piso y me acuesto en su cama. Hoy, como todos los días, José no vuelve hasta tarde.

A Cancún ya lo tenía de vista. Alguna que otra foto en Facebook. Un amigo posando con una iguana entre sus brazos. De fondo, arena blanca y agua azul turquesa. Otra amiga, modelo, recostada sobre una palmera, en un paisaje de ensueño. Otro amigo, más sinvergüenza que los anteriores, sentado en la barra de un hotel cinco estrellas, tomando un mojito. Coinciden los epígrafes. Coinciden los hashtags. #paraiso, #cancún, #beach, #mar.

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La entrada al asentamiento.

Paraíso. En las villas Otoch Paraíso, uno de los ejidos-suburbios más poblados y conflictivos de Cancún, a veinte kilómetros del centro de la ciudad, el aire que se respira es otro. El asentamiento es una serie de monoblocks con interminables pasillos y encrucijadas, de taquerías y basura en las veredas, de boleros, drogas y peleas familiares a cualquier hora. Otoch Paraíso es sinónimo de peligro, de hacinamiento, de marginalidad. Los turistas no necesitan escuchar de un lugar así. Es lo que imaginaba de México antes de que las redes sociales me hicieran entrar en duda.

Debo admitir que jamás me llamó la atención México. Me enteré de sus tacos, tequilas y mariachis por alguna publicidad en la televisión. Lo único que les valoré siempre, sin temor a ofenderlos, fue a Roberto Gomez Bolaños. Pero qué más da.

La ciudad de Cancún, nacida de un sueño de un grupo de banqueros mexicanos, cumplió en abril, 46 años. Allá por los años setenta comenzó la construcción de la ciudad que hoy es el principal destino turístico en México. En treinta años, con la llegada de las principales cadenas hoteleras internacionales (Hyatt, Riú, Hard Rock), llegaron las oportunidades, el desarrollo, el trabajo. De la mano, el hermano menor: las cadenas de comida rápida, los Burguer King, los Mc’ Donalds. Luego, los grandes parques de diversión, los parques ecológicos y los tours de 200 dólares por persona. Ya en el siglo XXI, los récords que año a año siguen cayendo como muñecos: récords de ocupación, récords de habitaciones construidas, récord de vuelos internacionales, récord de visitantes anuales.

Un verdadero paraíso, la verdadera tierra de las oportunidades, donde tan sólo el año pasado el rubro hotelero facturó nueve mil millones de dólares, la tasa de suicidios subió a 9.8 cada cien mil habitantes y yo, que sigo sin creer en las casualidades.

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La siempre escasa presencia policial.

José llega con el caballo cansado. Lo saludo, ensaya una sonrisa. Que su día estuvo tranquilo. Que no le toca día libre esta semana. Que mañana tiene que quedarse de nuevo hasta tarde. Que si viene alguien de la empresa de luz les entregue este papel, que él ya pagó. Que si mañana le hago el favor de comprar papel higiénico. Que le llene el tarro con agua para el gato.

Me da un poco de vergüenza que me encuentre acostado en su cama mirando un partido de fútbol. Me levanto y lo invito a comer. Que no, que está cansado. Voy a bañarme. Vuelvo a la habitación y lo veo acostado, con la luz y el televisor prendidos, su uniforme aún puesto y los ojos cerrados. Le apago la luz y salgo de la casa a buscar algo para comer.

José nació en la ciudad de San Luis Potosí y llegó a Cancún a los 20 años. Tenía un amigo en la ciudad que lo hospedó hasta que consiguió su primer trabajo. Hoy es un extraño más en la ciudad a pesar de que lleva nueve años trabajando en la Zona Hotelera, un área de 25 kilómetros de playa, hoteles, resorts, spas, clubes de golf, discotecas, malls y centros comerciales de marcas internacionales. Él es un fantasma más, entre cientos de miles de fantasmas que deambulan en las calles y colectivos, queriendo salir para tener que volver a encontrarse entre las paredes de una cámara de frio, descargando cientos de productos alimenticios por día, que alimentaran a tropas de gringos, europeos y a algún mexicano adinerado. Él cambió de trabajo varias veces. Las cosas se mantuvieron igual. Dice que lo material mucho no le importa. Sigue viviendo en el mismo departamento en las villas Otoch Paraíso. Nunca trae amigos a su casa y casi no tiene trato con los vecinos.

Un día José me contó que, en Cancún, “si tienes ganas, puedes progresar”. Es la misma industria hotelera que paga salarios en pesos mexicanos por extensas jornadas laborales cuando cobran las estadías en dólares, los que los motivan a continuar en el rubro, moviéndolos de área, capacitándolos, “lavándonos el coco”, me cuenta, con una sonrisa pícara.

“¿Si sabes lo que es lavar el coco? ¿No?”, me pregunta.

Es tan notorio el amaño entre las compañías hoteleras y los sindicatos de trabajadores que las horas extras se pagan, siempre y cuando sean más de cuatro las horas trabajadas. A su vez, arreglan con los sindicatos subas anuales de 25 centavos de dólar para los trabajadores. Algunos políticos en campaña afirman que el salario mínimo en la región será, para el 2016, de $2400 mexicanos (130 dólares), cifra que percibe un 10% de los 738 mil trabajadores en el estado. A José no le sorprende que los sindicatos no negocien mejoras salariales con el empresariado, porque “pues aquí no hay inflación”. Tampoco le sorprende que no le paguen las dos horas extras que hace todos los días.

Sin embargo, en Cancún todos pueden convertirse en alguien. Miles de extranjeros llegan cada año, a enamorarse de sus playas y a elegir la ciudad como nuevo punto de partida, una excelente manera de empezar de cero. Atrae el lujo y el derroche, las mujeres semidesnudas en las tarimas de las discotecas, la oportunidad de quizás convertirte, con esfuerzo y una cuota de suerte, en aquel tipo que pasea en su BMW descapotable por el boulevard Kukulkan, arteria principal de la Zona Hotelera.

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Lo que es paraíso para unos…

La oferta laboral parece infinita. La posibilidad de comenzar una carrera en cualquier rubro, sin importar de donde seas, con el viejo e infalible recetario para poder formar parte de ese mundo: dominio del inglés, actitud positiva, responsabilidad y excelente presentación.  Camaristas, hostess, bartenders, meseros, recepcionistas o animadores, que pronto deambularan por los suburbios de la ciudad buscando una renta adecuada a un sueldo que no llega ni siquiera a un 0,1% de la facturación mensual de la industria hotelera. Un mozo gana en un mes lo que un turista paga por una noche en la habitación más económica de un hotel cinco estrellas. Pero el enganche existe, se vislumbra: hay dólares flotando en el aire y es cuestión de uno saber cómo atraparlos.

Así, lo que comienza como el sueño de vivir en el paraíso termina siendo peor que el infierno. Porque no sólo las expectativas y los sueños se esfuman entre promesas de crecimiento; todavía queda la impotencia, la envidia, la bronca acumulada de presenciar tanto derroche y, sin embargo, deberse a ello. Porque el extranjero es la fuente que le da vida al paraíso.

La tasa de suicidios en Quintana Roo, estado que alberga a las ciudades de Cancún, Playa del Carmen e Isla Mujeres, entre otras, es de casi 10 personas por cada 100.000 habitantes, cifra que duplica al promedio total nacional. Ese dato hizo que las autoridades pusieran restricciones a la venta de alcohol, basándose en que la mayoría consume alcohol antes de suicidarse. Depresión, falta de oportunidades, estrés laboral, migración y problemas familiares, son algunas de las causas que el Comité Municipal contra el Suicidio (CMS) detalló en un estudio presentado el año pasado.

Para darse una idea del avance de este fenómeno, el mismo Comité anticipó que el suicidio está próximo a convertirse en la segunda causa de muerte entre jóvenes de 16 a 27 años, sólo por debajo de los accidentes.

El profesor David Klonsky, psicólogo de la University of British Columbia, refirió en un artículo para la revista de la American Association of Suicidology, que un grupo de investigadores sometió a estudio 120 casos de intentos de suicidio y “descubrió que éstos rara vez se deben a actos impulsivos, a modos de pedir ayuda, llamar la atención o a la existencia de un problema práctico”.

“Por el contrario -detalla- los motivos principales fueron la desesperación y un dolor emocional insoportable”.

Es por eso que un ambiente laboral tan hostil, donde se puede ver pero no tocar, es quizás hasta comprensible que un José se sienta desalmado, indiferente algunas veces, de ver como los sueños a cumplir se desvanecen porque ni siquiera hay tiempo para pensar: mañana tiene que subirse al mismo colectivo que una hora después lo va a dejar en la puerta del paraíso.

La psicóloga mexicana Soledad Ruiz Canaán explica que “la depresión congénita a un sistema injusto que, para mantenerse, recurre a la violencia y a la deshumanización de nuestra especie, porque el mercado de trabajo únicamente demanda robots, no personas que piensen y actúen en libertad y con criterio propio”.

Son muchos los jóvenes de entre 18 y 26 años, casi un 60% del total de trabajadores de la Zona Hotelera, que conviven diariamente en el contraste de los lujos y su propia realidad, con escasas posibilidades de cambiar. El lujo, la inversión extranjera y local es un privilegio ajeno. En esa desolación es donde estos jóvenes abren las puertas del alcohol, puerta que parece dirigir inexorablemente al suicidio. El CMS detalla que una constante en los suicidios establece que a un promedio de una cuadra de donde viven las personas que atentan contra su vida existe un lugar donde se expenden bebidas alcohólicas o estupefacientes. De ahí, la constante política de tapar el sol con la mano: prohibición de venta de bebidas en los fines de semana en los asentamientos conflictivos. De salarios y beneficios, mejor no hablemos.

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Pasillos hacia el más allá.

En la parada de colectivos, conozco a Diego. Él es venezolano y está radicado hace dos meses en Cancún. Compartimos un viaje en colectivo, una caminata de diez cuadras y otro colectivo más. Escapó de Venezuela. Usa específicamente ese verbo. La situación no era buena, escasez de alimentos, corrupción, Maduro ya cae. “El discursito”, pienso. No digo nada. Escucho. Él trabaja en un hotel. Ya se ganó la confianza de su jefe. Me puede echar una mano, si yo necesito algo. Tiene pensado traer a su esposa a fin de año. Ya le consiguió un puesto de trabajo. Está feliz, porque aquí se puede progresar, se puede crecer. Los dólares llueven. En Venezuela la situación no es buena. Acá las propinas son en dólares. “Guarda siempre los dólares”, me aconseja. “Nunca le digas a nadie de donde venís porque Los Zetas te van a correr”, me advierte. Tiene miedo, pero camina confiado. Vino a comerse el mundo. Quizás de acá a unos meses ya no le reconozca la cara.

El estrés laboral, la soledad, la indefensión ante la informalidad, las condiciones laborales pensadas y ejecutadas para que no cambien, son factores que afectan el desempeño de muchos jóvenes que llegan a la ciudad atraídos por la posibilidad de una mejor vida. Eventualmente, alguno quiebra. Eventualmente, el suicidio se convierte en una opción.

Porque se lo puede poner de este modo, sin ningún tipo de pudor: el tiempo de José, esas jornadas laborales de 10, 12 y hasta 14 horas, valen lo mismo que le cuesta a un extranjero cenar langosta y tomar un vino mediocre. Y si José es una langosta o menos que eso, hay que preguntarse si realmente vivir en el paraíso es lo que parece. Y si vivir en el paraíso es peor que el infierno, entonces “qué más”, que se pudra todo.

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¿Qué piensan las gaviotas cuando miran el mar?

Se termina la semana y José me cuenta que el viernes tiene día libre, el primero en dos meses. Lo invito a ir a la playa. Me dice que tiene trámites en el centro. Tiene una cuenta atrasada de internet y debe ir a pagarla en persona. Decido ir solo y cojo el colectivo que en una hora y media de viaje me deja en la playa Delfines, una de las playas públicas más visitadas. Camino unos metros y veo un inmenso cartel de Cancún. A su lado, una larga cola de gente esperando su turno para tomarse una foto. Bajo unas escaleras. Me sorprende una iguana tomando sol en la arena. Me saco las ojotas y camino hacia el mar, dejo que el viento me golpee la cara. Me siento en la orilla, lo suficientemente lejos como para que las olas no me salpiquen. Pienso en José. Pienso en él diciéndome que lo material no le importa. Me pregunto si alguna vez le importó. Si alguna vez, allá cuando tenía 20 años y les decía adiós a sus viejos en su ciudad natal, no habrá pensado en vivir como un rey, en manejar un BMW descapotable por la ciudad. Pienso en él y me pregunto si podrá seguir viviendo así otros nueve años más. Si todo lo que se cuenta así mismo cada mañana que se levanta para ir a trabajar no será una forma de convencerse de que por lo menos aquí vive un poco mejor y que quizás algún día va a estar realmente mejor. No lo sé, pienso en otros como José. Los veo todos los días en los colectivos, en las calles. Veo rostros perdidos en las ventanas. Veo sueños postergados. Veo anhelos dinamitados por una jornada larga que no termina. Me preocupo. Intento esquivarle. No es mi problema, al fin y al cabo. Pienso en José. Quiero volver a Cancún algún día y encontrarlo un poco más feliz. Sé que me voy a contentar solo con encontrarlo.

Quizás simplemente sea el mar, que me hace pensar en cosas sin sentido. Quizás sea que lo que tomamos como natural, aquí sea irrelevante.

Vuelvo a casa en el mismo colectivo de siempre. Observo a la gente. Hoy me tocó un día agradable y me acompañan las mismas caras largas de todos los días. Se sube un payaso al colectivo a presentar su número. El payaso Pedrito. Algunos cierran los ojos o posan su mirada en la ventana. Pedrito les pregunta si acaso él es un perro, que no merece su atención. “Hola”, grita. Lo hace dos o tres veces. Entiendo que es parte de su número. Quizás el saludo sea importante para que él luego diga “no los escuche bien, vamos de nuevo. ¡Hola!”. Igual la gente lo ignora. Se enfada y grita más fuerte “¡Hola!”. Nadie lo saluda. Tomo valor desde el fondo del colectivo y lo saludo.

 

“Gracias, que aquí son todos unos tristes chingados”.

 

 

Un comentario en “Sin suicidios, no hay paraíso.

  1. Solo se trata de vivir, esa es la historia,..»» y cada uno la forma a su manera y como puede. Ojalá en nuestro corto paso por esta vida sepamos discernir y hacer siempre lo mejor, pero en el balance final solo pesará el amor que le hayamos puesto a cada paso. y no olvidemos que cada uno estamos donde tenemos que estar, para enseñar y aprender. Gracias Eze por tu relato y gracias también a José por lo que entrega, al bonito payaso que divierte, aunque no le contesten su huella queda gravada , a todos los que aunque explotados o no, forman parte del engranaje de esta existencia. Besos . Norma.

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